Hace poco escribí que la libertad me resulta muy parecida a soledad.
Es que vivir solo tiene esas pequeñas ventajas cotidianas que hacen que valga la pena. A saber:
* Comer lo que quiero, preparado a mi manera, con los condimentos que más me gustan, a la hora que quiero, si quiero.
* Gastar el mucho o poco dinero en lo que considero más urgente o importante sin tener que justificarlo de ningún modo más que de aquel que me convenza a mí mismo. Créanme, tengo un talento envidiable para conseguirlo. O tengo el sí fácil. No sé.
* Andar en patas y en medias por toda la casa. Incluso por el patio si es necesario. Sin la menor culpa y sin el más mínimo ejercicio de mi paciencia.
* Salir de mi casa a cualquier hora sin avisar a dónde ni a qué voy; vestido así, como se me da la gana. Ni a qué hora pienso volver. Y una vez fuera, sin preocuparme porque me estén esperando.
* Tomar todas las decisiones sólo por mí y para mí, siendo yo el único responsable de las consecuencias que de ellas resulten, sabiendo que las mismas no afectarán a nadie más.
* Ordenar la casa (o no) como a mí me gusta o según tenga ganas.
La lista podría seguir.
Elegir vivir así (sí, hoy elijo hacerlo, hace algunos años, al separarme, no tuve opción) te deja definitivamente solo.
Y créanme, vivir en soledad no tiene nada de malo. Lo disfruto bastante. Sólo que a veces (sólo a veces) me pregunto…
¿Cómo canalizar la capacidad de amar?